Las mazmorras del castrismo
Ángel Carromero, sentenciado a cuatro años de prisión está a la espera de ser trasladado a La Condesa, una cárcel para extranjeros a unos 65 kilómetros de La Habana.
Las mazmorras de 100 y Aldabó miden tres metros de largo por dos de ancho. Tienen cuatro camas, dos literas en cada pared, y un retrete turco, un agujero en el suelo para que los reclusos hagan sus necesidades. Del techo asoma un trozo de manguera del que mana agua tres veces al día para su aseo y consumo. No tienen ventanas, solo un respiradero de unos 40 centímetros con lamas de cemento en forma de V. En una de estas celdas ha pasado Ángel Carromero los últimos dos meses y medio, el tiempo que ha durado la instrucción de su expediente.
Situado en la confluencia de la calle 100 con la calle Aldabó, en La Habana Vieja, el edificio del Departamento Técnico Investigativo (DTI), es conocido como “cien y se acabó”, como un triste presagio del futuro que espera a los desgraciados que se ven confinados entre sus muros. Es una cárcel de paso en la que permanecen los acusados únicamente durante la investigación de su caso, siendo sometidos a constantes interrogatorios. Vestidos con su uniforme carcelario, un pantalón corto y una camiseta sin mangas de color gris, los reclusos pasan el día entero encerrados en sus celdas, donde reciben el rancho, y tienen dos salidas al día, una por la mañana y otra por la tarde. En un patio de unos seis metros de largo cubierto por una reja caminan en círculos durante 20 minutos. A cualquier hora y sin aviso, sea de día o de noche, son llevados a la sala de interrogatorios donde el frío, a causa del aire acondicionado, contrasta con el sofocante calor de la maloliente celda.
Esa rutina toca a su fin para Carromero. Al tener ya sentencia firme -cuatro años de cárcel por homicidio involuntario- está a la espera de ser trasladado a otro centro en el que deberá cumplir condena. Muy probablemente su destino será La Condesa. Perdida entre campos de cañas de azúcar, a unos 65 kilómetros de La Habana, esta unidad militar es una antigua instalación penitenciaria de un batallón de castigo para policías y militares. Está situada junto a una granja de cerdos, en el kilómetro 1,5 de la carretera Río Seco, en el municipio de Güines, en la provincia de La Habana. El centro, reconvertido el 11 de junio de 1997 en prisión para extranjeros, es una de las cárceles más temidas del país.
Calor sofocante
Son tres pabellones de cemento situados en paralelo, que reciben el nombre de destacamentos. Uno de ellos es la enfermería, otro es para presos de mínima y media severidad, y el tercero es el de los reclusos peligrosos, y lo denominan de condena severa.
El destacamento número 1, el de máxima peligrosidad, es un barracón despejado, con literas a ambos lados, y una capacidad para unos 90 reclusos. Las camas están tan pegadas unas a otras que, si uno se mueve en sueños, es fácil tocar al vecino. Es muy ruidoso y, al igual que el resto de dependencias, de un calor sofocante.
El destacamento número 2, el de presos de mínima y media severidad, es un barracón igual que el anterior, pero está compartimentado por unos tabiques de cemento que forman camaretas con capacidad para cuatro reclusos con dos literas a cada lado. A esas estancias, los internos las llaman celdas, aunque no tengan puerta.
La enfermería tiene dos habitaciones con cuatro camas cada una, además de otra individual para los enfermos infecciosos. La asistencia médica es deficiente y rudimentaria. Los fármacos preferidos por los sanitarios son los tranquilizantes, los ansiolíticos y los sedantes.
Los presos suelen pasar el día sentados en una silla, sin hacer nada, o bien jugando al póquer, apostando con paquetes de cigarrillos, viendo la televisión, haciendo pesas que se fabrican con botellas de plástico rellenas de arena, o peleando entre ellos. Suelen tener el privilegio de vestir con su propia ropa, permiso que queda revocado cada cierto tiempo para minar la moral de los reclusos. Los que no quieren ir al comedor, pueden cocinarse en unos hornillos la comida que compran en la tienda de la prisión. Las duchas no tienen agua caliente ni siquiera en invierno.
Los interrogatorios no forman parte de la rutina de La Condesa. En esta cárcel, lo único que hacen los presos es consumirse, sufrir la picadura de los tábanos y mosquitos, y ver cómo la vida se les escapa mientras unos guardianes zafios e incultos les recuerdan que su existencia no vale nada.
Es poco probable que Carromero sea destinado a la prisión del Combinado del Este, en La Habana. Este centro es para cubanos, en su mayoría presos políticos, pero tiene también departamento para extranjeros. Sus condiciones de vida son tan duras que es allí donde suelen enviar desde otras cárceles a los reclusos castigados por mal comportamiento o nuevos delitos cometidos en prisión. Probablemente, el régimen castrista no quiera someter a tal experiencia a un interno tan mediático como Carromero.
Y en caso de que el español, una vez en La Condesa, deba ser sometido a nuevos interrogatorios, será trasladado, con toda probabilidad a Villa Marista. Este complejo se encuentra en el centro de La Habana, en el reparto El Sevillano. Es una antigua escuela de los Hermanos Maristas confiscada que ahora contiene dependencias del Departamento de Operaciones de la Dirección de Contrainteligencia del Ministerio del Interior.
Ruido de rejas y cerrojos
Los viejos oficiales del Departamento de Seguridad del Estado (DSE) lo conocen simplemente como “la villa”. Fue creado en 1963 y alberga calabozos para los detenidos que están en proceso investigativo, algo que puede durar años. Es famoso por sus torturas, con interrogadores conocidos por su eficacia profesional, que fueron adiestrados por instructores de la inteligencia soviética llegados a la isla en las épocas de Khruschev y Breznev. Por eso lo comparan con el mítico centro de la Gran Lubyanka, sede del KGB y prisión anexa a la plaza del mismo nombre, en Moscú.
Las celdas tienen cuatro camas en literas adosadas a cada pared, un retrete turco y una manguera en el techo para el agua. Hay un respiradero tapado por una persiana de cemento que no permite ver hacia el exterior, aunque deja entrar algo de aire y claridad. Sobre la puerta de hierro, hay una bombilla siempre encendida, una lámpara de luz fría de 40 watios protegida por una malla metálica. Las paredes blancas hacen más potente la claridad de la luz para evitar que se pueda dormir bien. La puerta tiene un ventanuco para que los guardias controlen el interior. Esa puerta sólo se abre para el desayuno, a las seis y media de la mañana, consistente en un zumo de algo parecido a naranja; el almuerzo a las once, a base de picadillo de soya de color verde; y la llamada comida, a las cuatro de la tarde, con el mismo ingrediente. El resto del día es pasar calor, sentir agobio y enloquecer con los ruidos de rejas y cerrojos al abrir y cerrar, gritos de los guardias trasladando detenidos y lamentos. Y esperar a ser llamado para los interrogatorios.
De la experiencia de muchos presos, lo único que sabemos es lo que escriben con caligrafía microscópica en trozos de papel que, arrugados como una pelota, pasan de mano en mano hasta burlar la férrea vigilancia y llegar al exterior. Esos mensajes, que en el argot carcelero son conocidos como “balas”, son la única munición con la que cuentan, sin plomo ni pólvora, para darnos a conocer una realidad que jamás nos podrán contar.
TOMADO DE POR FAVOR ENTRE AQUI
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